Hace algunos días, gracias a un amigo, tuve la
oportunidad de conocer a Rigoberta Menchu Tum, Premio Nobel de la Paz (1992),
reconocida por su lucha en pro de los derechos humanos, especialmente de la
mujer y los pueblos indígenas.
Ya había tenido la oportunidad de leer sobre
ella y sus iniciativas de paz, pero tenerla en frente, hablando a pocos metros,
generó un impacto mucho mayor en mi. No precisamente por ser ganadora de un
premio con tanto reconocimiento a nivel mundial, sino por su sencillez y
carisma. Su visita a Colombia se dio en el marco de los 25 años del Premio
Cafam a la Mujer, iniciativa que justamente destaca el trabajo de mujeres líderes
en proyectos humanitarios con sectores vulnerables del país.
María Jimena Duzán, periodista encargada de
moderar el conversatorio a modo de entrevista, se quedó corta en preguntas y
apreciaciones ante semejante ser de luz que tenia frente a ella. La primera
pregunta, cargada de cierto tinte sensacionalista, fue acerca del asesinato de
sus padres y su hermano; su madre desaparecida, su padre quemado vivo y su
hermano torturado y asesinado, las tres tragedias en Guatemala. Rigoberta dio
un giro a esa pregunta, aclarando que la experiencia de cualquier otro ser
humano tiene igual de importancia a la de ella. Contó su testimonio de vida,
confesando ser una persona que cree en el AHORA más que en otra cosa, viviendo
siempre el día a día.
A medida que hablaba yo sentía que el espacio
se iba transformando hasta convertirse en la sala de su casa, con risas a bordo
por su frescura y franqueza al abordar temas como la discriminación, la
corrupción y la injusticia, que tan solo en su país han cobrado más de 200 mil
vidas. Dichos temas han sido bandera por décadas dentro de su lucha por
reivindicar la igualdad de derechos, llevándola al exilio por un tiempo y
posteriormente a ser candidata presidencial en dos ocasiones.
Esta mujer, de no más de un metro y medio de
estatura, y mas de 50 años de vida, advierte que “la política es un hobbie” que
acompaña su otras tareas como la de ser guía espiritual, sanar y escribir,
entre muchas otras responsabilidades que, como articuladora de paz, tiene. “Si
yo quiero comodidad pues me quedo con mi premio Nobel de la Paz y ya” dice,
pero comodidad es lo que menos a experimentado esta mujer que aún busca el
rostro de su madre en todas partes, y a quien la vida le arrebató un hijo con
tan solo cuatro días de nacido.
De todo esto lo más admirable es que Rigoberta
ha convertido su dolor en oportunidades, buscando con ello generar consciencia
en otras personas y hablar por aquellas que han sido calladas o no logran ser
escuchadas. “No debemos confundir el rol transformador de la mujer con el de
victimización. Ya la mujer no debe ser victima… la humildad es diferente a la
humillación”.
El caso Colombiano no se distancia mucho del
Guatemalteco: mientras buscamos llegar a un acuerdo de paz, hay una nación
entera que sufre el flagelo de una guerra que no tiene nombre pero si millones
de rostros... entre esos esta el suyo y el mío, como alguna vez lo estuvo el de
Rigoberta, en una nación hermana, sumergida en un mar de sangre. Por eso, el
quejarse y sentarse a esperar debe ser remplazado por acciones que desde
nuestra cotidianidad puedan transformar nuestra realidad y la de aquellos que
nos rodean.
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