…Siguiendo a mi hermano, aquella persona
que, con su caminar acelerado, me recuerda constantemente los dos
años y cuatro meses que me lleva de ventaja en este mundo. Es un ser humano a
quien admiro inmensamente, con un don de independencia y con unos pies de los
cuales siempre desconozco su rumbo… y esta vez no era la excepción.
Estábamos allí, en frente de lo que
parecía ser un ascensor; de repente este se abrió y Daniel, sin pronunciar
palabra alguna entró; paso seguido, hice lo mismo. Cuando la puerta se cerró,
sentí que mi mundo entero se movía, “debe ser el calor” pensé y me senté en una
de las pocas sillas libres que había dentro de esta pequeña habitación.
No entendía exactamente en qué lugar del
planeta me encontraba. Al levantar la cabeza, después de amarrar mis cordones,
me sorprendí rodeado de decenas de personas, unas más particulares que las
otras, parecían personajes sacados de una fantasía de Tim Burton, algo así como
Big Fish. Había gente de distintos tamaños, colores, olores y, aunque no los
probé, me atrevería a decir que diversos sabores.
Por un momento pensé estar en una librería
o una tienda de música. Algunas personas caminaban de un lado a otro, con sus
ojos y oídos conectados a su iPhone, BlackBerry, Discman e inclusive a su
Walkman, mientras otros leían el periódico, una revista o alguna novela como
Harry Potter o Twilight. Mi atención fue cautivada por un espectáculo musical
de un grupo de cantantes africanos, quienes usaban coloridas vestimentas que
contrastaban perfectamente el tono oscuro de su piel; sus ritmos y bailes
contagiaron de alegría a todos los allí presentes. Después siguió un trio de
indígenas bolivianos con bella música andina; una europea que danzaba con una
esfera de cristal por todo su cuerpo acompañada por un violinista y,
finalmente, un grupo de jóvenes malabaristas, que me envolvieron en un circo
del sol callejero.
Los idiomas se paseaban de un lado a otro
en este lugar. Junto a mi escuchaba un saludo en portugués, un “te quiero” en
francés y un adiós en mandarín, mientras unos argentinos hablaban con sus
amigos italianos, una checa cantaba en ruso y unos padres alemanes se dirigían
a sus hijos en inglés.
Continuamente entraba y salía gente del
mágico cuarto. Cada detalle me llevaba a pensar que estaba en un sueño de Woddy
Allen, donde no hay espacio para el ridículo, pues todo es posible. Todas las
culturas, religiones y creencias estaban allí reunidas; judíos, ortodoxos,
cristianos, musulmanes e hindúes, por nombrar algunos, compartiendo unos con
otros. Parejas homosexuales, heterosexuales y muy sexuales en esas cuatro
paredes… “es el mundo en un solo espacio” pensé.
En ese momento Daniel
tocó mi espalda y me dijo “llegamos”, y a los pocos segundos se escuchó una voz
en el fondo que decía “la siguiente parada es Times Square”. Me
encontraba en uno de los tantos vagones del metro de Nueva York, aquella ciudad
que se ha ganado, con toda razón, ser la capital del mundo. Fue maravilloso
salir de la estación y estar rodeado de tantas luces y rascacielos, sentirme en
el set de una película de Hollywood, recorrer las calles de aquella gigante que
nunca duerme. Los sueños de los artistas, los flashes de los turistas y el
palpitar de mi corazón al ritmo de “I love New York” me
advertían que este, el primer mordisco que le daba a la gran manzana, era tan
solo el primero de muchos por venir…
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